Indignados en Colombia: por los crímenes contra mujeres y niños

Dolorosamente el Estado colombiano no logra superar el atavismo salvaje que enluta al país: los crímenes contra mujeres y niños. Por más esfuerzo que hace el gobierno para contrarrestar esta herencia letal, reaparecen.

Por Miguel Rujana Quintero

Director de Investigaciones  

Universidad del Sinú Extensión Bogotá

Avergüenza a Colombia, a sus ciudadanos y a la dignidad de la nación, el delito de violencia sexual contra las mujeres y los menores de edad. Conductas que el Estado, lejos de resolver, no ha podido enfrentar ni en sus causas y mucho menos a sus perpetradores. Tampoco ha dado muestras de poder prevenir estas tragedias que debilitan a la sociedad colombiana. Por el contrario, es un injusto que escala sin pausa, sin consideración ni compasión.

El Estado debe asumir este desafío, ¡ya! Defensa que no da espera por el alto nivel de vulnerabilidad e indefensión de las víctimas. Para empezar, con vergüenza, hay que decir que entre las causas que han debilitado la acción eficaz del Estado contra esta clase de delitos es la idea que tienen amplios sectores de la sociedad, incluyendo el Estado, que se debe a una conducta “inevitable” y recurrente, “porque así son los hombres”. La verdad, esta idea es producto de la normalización de acciones injustas que tienen origen en la milenaria cultura patriarcal, como lastre social. Esta ideología -patriarcal- también insinúa que los crímenes ocurren por causa de las mismas víctimas: mujeres por llevar faldas cortas, ropa estrecha, escotes; o porque son atractivas, carismáticas o porque están en estado de indefensión (en estado de embriaguez o bajo los efectos de las drogas). Todas estas situaciones son la excusa que aprovecha el abusador para justificar, “tener el derecho” sobre ellas. ¡Qué horror! Dentro de las prácticas de pertenencia al macho, aparecen: niñas ofrecidas por sus padres o proxenetas; menores abusados por miedo (debido a la coerción y a las amenazas) o por incapacidad de resistir las acciones (agresivas y violentas) de los mayores agresores; mujeres a quienes les han hecho creer que los hombres son sus “dueños”, por ello “ceden” ante el poder de la autoridad, civil o armada; víctimas que “acceden con docilidad” porque entran en shock. Y si nos remontamos a la historia, nos damos cuenta de que también están presentes los hechos que acontecieron en la época de violencia armada por más de 50 años, en la cual los cuerpos de las mujeres y los menores eran botín y territorio de guerra. Infortunadamente, esta normalización delictual se repite hoy en Colombia como tragedia nacional.

Los hechos recientes son aterradores: Una adolescente de 15 años de la comunidad Nukak Makú, en el Guaviare, fue retenida entre el 8 y el 13 de septiembre de 2019, tiempo durante el cual fue violada por ocho soldados del Ejército Nacional. Una mujer de 21 años, de la etnia Wayúu, fue violada por un desconocido en Guamachal, vereda rural de Fonseca, en Guajira, el 16 marzo. Una mujer de 19 años fue violada, maltratada y golpeada por su pareja sentimental; la joven murió por trauma craneoencefálico, el 3 de junio en la ciudad de Neiva, Huila. Una niña indígena de 12 años de la comunidad Embera, en Risaralda, fue violada el 21 de junio por siete soldados del Ejército Nacional. Hay que agregar que el mismo día en que se conoció sobre la violación de la niña Embera por los soldados, el General Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, confirmó que “fueron retirados de la institución 31 militares: 12 suboficiales y 19 soldados”. El alto mando informó, además, después de conocerse a través de los medios de comunicación, que en los últimos cuatro años 118 militares están siendo investigados por delitos sexuales contra menores de edad, de los cuales solo 45 fueron retirados y 73 continúan en servicio activo. Entre los hechos dolorosos también se encuentran el de una niña indígena de 8 años del resguardo Cristo Rey, en el Suroeste antioqueño, que fue violada por un miembro de la misma comunidad, el pasado 28 de junio. Además, se conoció que dos niñas de 12 años, del resguardo indígena Sol de los Pastos, en Nariño, fueron violadas el pasado 2 de julio por soldados del Ejército Nacional. Una niña de 4 años fue violada y golpeada por un hombre de 27 años, y a causa de esta violencia, la menor murió, en Garzón, Huila, el 2 de julio. Y una mujer fue violada por cuatro infantes de marina, mientras otros cuatro observaban, en Puerto Leguízamo, Putumayo. Estos hechos fueron denunciados por la victima el 14 de junio ante la Fiscalía y solo el 9 de julio salió a la luz pública. Los anteriores son solo los delitos denunciados y de los cuales se han podido tener noticia oficial en el presente año. ¡Qué miedo causa, siquiera, pensar, en aquellos otros crímenes de los que no se tiene noticia!

Asimismo, es corriente escuchar, dentro de la ideología patriarcal, frases como: “¡Esa es su naturaleza, ser machista!”; “¡los hombres son así, son los machos!”. “Las cosas suceden así, porque ¡es el mundo de los hombres!”. “No digas nada, vas a perjudicar su carrera profesional y, de paso, la tuya”. “Las mujeres son del hogar, al cuidado de los niños y de su esposo”. “¡Nuestra cultura es machista!”, y por ello, se cree que todo el deseo y la creatividad de la sexualidad son propias de los hombres, mientras que cuando la iniciativa y el erotismo libre parten de las mujeres, ellas son consideradas unas “cualquiera” Entre otras expresiones corrientes: “El hombre es su amo”, con derecho de pernada[1]. “Ya sabes que la mujer es del hombre, ¡le pertenece!”, dicen sus padres.

Las mujeres, así como las niñas y las adolescentes, han sido objeto de uso y de cambio, mercancía, en tanto que son promesa de matrimonio, de intercambio, o para cualquier otra forma de interés elitista, cortesano o convencional. Este lenguaje de pertenencia, de uso y cambio, encubre una cultura dañina que explota, maltrata, abusa y comete crímenes, no solo contra las mujeres sino contra los niños y niñas porque también son considerados propiedad del mundo patriarcal. Esta cultura ha empoderado al hombre y es el dispositivo para los más abominables injustos señalados anteriormente. Ante ello, serán la antropología, la sociología, la psicología y otras ciencias, las que pueden dar respuesta y una solución a este flagelo. Yo, a lo único que puedo llegar es a expresar mi solidaridad con las víctimas y repudiar el statu quo que nos ahoga. Por ello siento la necesidad acuciante de rechazar tanto el accionar como el lenguaje construido por la cultura patriarcal para perpetuar la dominación que privilegia la desigualdad y esta clase de crímenes contra las mujeres y los menores de edad. Lenguaje y actos de dominación, éticamente reprochables, que normalizan la violencia.

Por salud mental y respeto a la dignidad humana debe pedirse a los que tienen la obligación de restablecer los derechos de las mujeres, niñas y niños, que se abstengan de usar lenguaje distractor; es decir, que dejen de ser retóricos, falaces y desobligantes. No se puede seguir diciendo que los responsables son “algunas manzanas podridas”; que “son casos aislados”; que “son acciones individuales”; “que el caso ya está en la fiscalía”; “que se investigará hasta las últimas consecuencias”; “que las autoridades tienen la hipótesis de los posibles responsables”; o que “ya están capturados los presuntos autores”, que “el crimen no quedará impune” o que “se ha creado un comité especial para investigar el crimen”. Así como los medios de comunicación tampoco deben expresar como “abuso” algo que es violación; pues un acto sexual abusivo es también violento en la medida que daña la moral de las victimas (los tocamientos también son actos sexuales violentos). Todas esas muletillas, respuestas de cajón, estereotipos verbales, clichés, y eufemismos que, además de ser banales, permiten la reproducción del crimen, son ofensivos y desconsoladores. Honestamente, deben exclamar: ¡no tenemos ni idea de los responsables, no sabemos cómo encontrarlos, ni cómo prevenir estos delitos!

El Estado debe asumir el problema con la urgencia que requiere. Debe ahora mismo enfrentar dos acciones al mismo tiempo. Seguir siendo reactivo al crimen y estudiar sus causas a fin de prevenirlo y evitarlo. El primero hasta hoy no ha dado resultado, y el segundo debe ser explorado con urgencia. Las medidas que han adoptado los países que han reducido estos delitos no se concentraron en excesivos desarrollos legislativos, ni en crear nuevos tipos penales, mucho menos ampliar las condenas ni endurecerlas con pena de muerte y cadena perpetua. La mayoría de estos estados han renunciado a estos populismos punitivos por fracasados e inútiles como lo ha demostrado la historia. Ya que se ha puesto en evidencia que las penas son refractarias a estos delincuentes, pues a ellos no les importan o confían en poderlas evitar, en unos casos, y en otros, ni siquiera se dan cuenta que la ley existe, y mucho menos que existe contra ellos. Se demuestra, cómo a pesar del revuelo nacional sobre la ley de cadena perpetua aprobada recientemente por el Congreso de la República para esta clase de delitos, no intimidó a los soldados en absoluto, tampoco los sorprendió. Ellos confían en que su delito no será descubierto. Tienen la íntima convicción de violentar a su víctima sin compasión y no ser descubiertos.

Las naciones que han logrado reducir esta clase de delitos se han enfocado en revisar sus problemas culturales, de tradición y educación, amén del desarrollado sistema jurídico ¡eficaz! Su principal acción es el proceso de integración de las poblaciones marginadas, la eliminación de la inequidad, y la desigualdad. Se privilegió la cultura del respeto y la defensa de los derechos humanos. Esas sociedades son cada vez más transparentes en sus relaciones sociales y humanas que han permitido la máxima visibilidad del más mínimo abuso contra las mujeres, niñas y niños y de los actos de los acosadores laborales y sexuales.

El gobierno debe enfrentar las causas de estos delitos con políticas públicas concretas que erradiquen el patriarcado y la discriminación. Se debe aprender de los países que lo han logrado con las acciones antes expuestas. Desarrollar políticas que empoderen a las mujeres y eduquen a los hombres en la igualdad. Entonces, el mayor desafío del Estado es la educación como instrumento que redime toda limitación que impida el florecimiento humano, independiente de su raza, condición y género, con pedagogías que sensibilicen y despierten la solidaridad por los seres humanos.

[1]Consistía en que un señor feudal podía desflorar a su esposa o a cualquier mujer de su comarca, quedarse con ella o repudiarla y sus padres y familiares no oponían ninguna resistencia a su cumplimiento en virtud de una ley o costumbre que se lo permitía.

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