CONTRA LA VIOLENCIA Y LA AGRESIVIDAD
Para subsistir y desarrollarse, una sociedad civilizada requiere la existencia de valores, normas y reglas de conducta exigibles a sus miembros, de quienes se espera la capacidad de convivencia dentro de unas condiciones mínimas de mutuo respeto y consideración. En ella deben ser posibles tanto la solución pacífica de las controversias, diferencias y conflictos como la vía del diálogo y el intercambio de razones y argumentos, sin necesidad de acudir a la intolerancia o a la violencia.
JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO (*)
Preocupa que, en Colombia, en pleno siglo XXI -cuando se supone que hemos evolucionado e impera un sistema jurídico fundado en el respeto a la dignidad y los derechos de las personas-, haya sido imposible dar por terminada una guerra que lleva más de medio siglo; la paz se ha tornado inalcanzable. Cabe recordar -además de los crímenes de organizaciones guerrilleras- los cometidos por paramilitares -hasta hornos crematorios se han hallado en la frontera con Venezuela- y los mal llamados “falsos positivos”, que no fueron nada distinto de crímenes contra la humanidad y que, en buena parte, permanecen en la impunidad.
Los movimientos armados con los cuales el Gobierno ha entablado diálogos no parecen interesados en la paz. Siguen secuestrando, asesinando, extorsionando, instalando minas antipersonas, haciendo explotar carros bomba, involucrando a la población civil, engañando al pueblo y al mismo Gobierno. Con descaro, anuncian el cese de sus criminales operaciones, y el mismo día del anuncio incumplen, causando muerte y destrucción.
Pero, además de la constante acción de la delincuencia común y de organizaciones criminales de todas las tendencias, en las cotidianas relaciones entre los integrantes de la comunidad imperan la agresividad, el enfrentamiento, la ofensa y la amenaza.
A diario, los colombianos amanecemos conociendo sobre masacres, acciones de sicarios, asesinatos de líderes sociales, desplazamientos de comunidades, amenazas. Y, como si ello fuera poco, nos enteramos -cada vez con mayor frecuencia- sobre feminicidios y delitos de violencia sexual sobre mujeres y menores de edad.
En la actividad política, nuestra sociedad no parece haber deducido nada de la nefasta experiencia dejada por la violencia entre liberales y conservadores a mediados del siglo pasado. Los partidos no controvierten ni ventilan sus diferencias mediante la exposición de las ideas, propuestas, ni por la crítica razonada sobre lo afirmado por el contradictor, sino que se prefiere la injuria, la calumnia, la filtración de audios o videos editados o manipulados, las denominadas “bodegas” en las redes sociales, la amenaza, la sindicación. No se discute con argumentos sino con insultos y acusaciones. Eso también es intolerancia y conduce a la violencia.
Por otra parte -también con efectos y motivaciones políticas- se ejerce ahora la violencia mediática. Es evidente que algunos medios han caído en la politización, informando sin objetividad e involucrando sus propias y particulares posiciones ideológicas en la información, que, en consecuencia, ya no cumple los requisitos constitucionales de veracidad e imparcialidad.
En el curso de la vida diaria, cualquier incidente, como los alusivos al tráfico vehicular o cualquier reclamo entre vecinos -por motivos que se podrían evitar o solucionar hablando y escuchando al otro-, eventos que dan lugar al intercambio de insultos, gritos y golpes.
Debemos volver al respeto, a la sindéresis y a las vías pacíficas. La vida y los demás derechos de toda persona deben ser resguardados. De lo contrario, la convivencia será imposible.
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(*) Exmagistrado de la Corte Constitucional y catedrático universitario.
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