REFLEXIONES A PARTIR DE UNA SANCIÓN ABSURDA
El incidente de la imposición de multa a un ciudadano por la inofensiva y totalmente lícita conducta de comprar una empanada en la calle ha dado lugar a los apuntes humorísticos y a no poca burla, lo que se explica por el carácter irrazonable, desproporcionado y absurdo de la medida policial.
POR JOSÉ GREGORIO HERNÁNDEZ GALINDO (*)
Miradas las cosas desde el punto de vista jurídico, debemos anotar que la norma invocada, perteneciente al Código Nacional de Policía, ha sido mal interpretada y mal aplicada. Es verdad que su redacción no es la más precisa, pero entenderla como la entendieron y aplicaron no tiene ningún fundamento.
Cuando se prevén sanciones para quien promueva la invasión del espacio público no se está hablando de quien compre algo en la calle, entre otras cosas porque a los transeúntes no les corresponde la función de verificar si el vendedor ambulante o estacionario tiene o no licencia, y por tanto, posición legítima, para tener su puesto de ventas. Comprar un dulce o una empanada, o lustrarse los zapatos, no equivale a promover la invasión del espacio público.
Ahora bien, los vendedores ambulantes y estacionarios -como lo ha dicho la Corte Constitucional desde 1992- son titulares del derecho fundamental al trabajo, y por tanto, si se los desplaza como forma de descongestión del espacio público, tienen derecho a ser reubicados, y ello corresponde a la autoridad municipal o distrital. En todo caso, según el principio constitucional de la buena fe y el postulado de la confianza legítima: si fueron previamente autorizados para comercializar sus productos en determinado sitio, esa autorización debe ser respetada.
Se dice que el incidente de la empanada tuvo origen en una sentencia judicial de tutela. No creemos que el juez haya ordenado sancionar a los compradores de empanadas. Y si asumió competencia, por tutela, para los efectos de protección de un derecho colectivo y difuso como el del espacio público, se equivocó, pues para tal efecto la indicada es la acción popular (art. 88 C.P.), no la de tutela (art. 86 C.P.).
El caso nos lleva a meditar sobre nuestro sistema jurídico, su formulación y aplicación.
En todo esto lo que hay es una indebida aplicación del Derecho. Disposiciones legales no muy afortunadas en su redacción, lo que las hace confusas, lejanas de la función que deberían cumplir. Además, quienes las aplican pierden de vista la razonabilidad que debería presidir en cualquier sociedad la tarea de las autoridades, establecidas para proteger, no para perjudicar a la población. Normas mal redactadas y peor interpretadas.
Las normas jurídicas en sus distintas categorías, comenzando por las constitucionales, se concibieron -desde las más antiguas culturas- con el objeto de introducir el orden y la justicia en el seno de la sociedad. No fueron pensadas para obstruir, ni para dificultar la actividad lícita de las personas.
Desde las primeras clases en la Facultad de Derecho nos enseñaban que “el legislador es sabio”. Pero quizá nuestros profesores, fundados en la tradición, hacían referencia a legisladores responsables que examinaban y discutían con calma y sin presiones los contenidos de los proyectos antes de votarlos. Usaban el lenguaje apropiado y procuraban plasmar leyes claras y coherentes.
Hoy se votan los proyectos de ley y hasta de reformas constitucionales a las carreras. Con premura. Muchas veces sin leerlos. Con objetivos políticos de corto plazo. Y ello produce resultados tan lamentables como el Código de Policía o los estatutos de la JEP.
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(*) Ex magistrado de la Corte Constitucional. Catedrático universitario.
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