RESPETO Y CIVILIZACIÓN
Para que la vigencia de los derechos sea real, debe tener lugar el deber correlativo a todo derecho, en cabeza de toda persona: el deber de respetar los derechos de los demás. Por ello, el artículo 95 de la Constitución de 1991 destaca que el ejercicio de los derechos y libertades reconocidos en ella implica responsabilidades. Señala, como el primero de todos los deberes, el de “respetar los derechos ajenos y no abusar de los propios”.
José Gregorio Hernández Galindo (*)
Uno de los fundamentos de nuestro sistema político -que es de carácter democrático- consiste en el respeto a la dignidad de la persona humana, de la cual se derivan los derechos fundamentales -inherentes a su esencia-, como lo han reiterado no solamente la jurisprudencia de la Corte Constitucional colombiana sino la de otros tribunales constitucionales de diferentes países y la doctrina de tribunales internacionales de Derechos Humanos. Toda persona es titular de esa dignidad y de esos derechos esenciales, que las demás personas deben respetar y el Estado debe respetarlos y hacerlos respetar.
Decíamos en escrito anterior que, para subsistir dentro de un concepto razonable -adecuado a la civilización-, toda sociedad -si se considera civilizada- requiere la existencia y la observancia de valores, normas y reglas de conducta, y que, de toda persona integrante de la comunidad se espera -y se debe exigir- la capacidad de compartir e interactuar dentro de unas condiciones mínimas de mutuo respeto y consideración. De lo contrario, es imposible la convivencia entre seres humanos, y fracasa la sociedad. En ella -reiteramos- a todo derecho son inherentes los deberes, uno de los cuales consiste en respetar los derechos de los demás, aunque haya diferencias ideológicas, políticas o religiosas. Y deben ser posibles tanto el diálogo y el intercambio de criterios y opiniones como la solución pacífica de las controversias sobre los asuntos de interés colectivo, sin necesidad de acudir a la intolerancia, el insulto, la amenaza o a la violencia.
En el país, infortunadamente, se han venido incrementando la intolerancia y la falta de consideración hacia los demás. No hablamos solamente de los dolorosos hechos causados por la violencia de las organizaciones guerrilleras, paramilitares o narcotraficantes y por la delincuencia común -sicariato, secuestro, masacres-, sino también del inadecuado trato entre las personas, en el curso de la actividad diaria en las más diversas situaciones.
Véase, por ejemplo, la reacción alterada y violenta de conductores, motociclistas o peatones por problemas en el tránsito, o por el llamado de atención de la Policía, que, a su vez, tampoco es siempre cordial y respetuosa. En muchos casos los mutuos reclamos terminan en riñas, golpes y disparos. Como si las cosas no se pudieran solucionar mediante el diálogo y la verificación de los hechos.
Las redes sociales, que deberían prestarse para la libre opinión y para la mejor información, se han convertido en escenarios de insultos, agravios, calumnias, falsas noticias y hasta amenazas de muerte, como aconteció hace poco contra el presidente de la República.
En el propio Congreso de la República, de cuyos integrantes se esperaría ejemplo para la población, es frecuente observar agrias discusiones, no en los debates reglamentarios que la Constitución contempla, ni con elementos de juicio y argumentos, sino con gritos, vulgaridad y ofensas.
Nada de eso debería ocurrir, y menos aún normalizarse. El respeto es fundamental.
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(*) Exmagistrado y catedrático universitario.
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