EL ELOGIO DE LA ALEGRÍA
“El lenguaje es lo único capaz de darnos a conocer el milagro de la existencia del mundo de modo sensible. No hay ética sin estética ni mundo sin lenguaje. De modo que quienes arruinan el lenguaje son gente inmoral y deforme”.[1]
POR MIGUEL RUJANA
Director de Investigaciones de Unisinú Bogotá.
FOTOS JAVIER SULÉ
En las guerras, en la «política», en la protesta social y en todas las formas de discriminación, la primera víctima es la verdad. Solo se requiere manipular el contexto inmaterial[2] de los hechos que le permite a algunos particulares y a buena parte de los medios de comunicación hacer ver la guerra como justa, un hecho glorioso y encomiable, como bárbaro. Una protesta social heroica, como vandalismo, terrorismo.
En ningún otro momento como hoy los significados asociados a los términos: protesta social, vandalismo y terrorismo, son tan decisivos en la determinación de nuestra concepción entorno a unos y otros, y para la orientación de nuestras elecciones y prácticas. En relación con estos distintos significados, que no se pueden dar por entendidos por el sentido común ni por la cultura política corriente, hoy han dado lugar a que la opinión pública nacional colombiana se encuentre dividida entre posiciones irreductiblemente opuestas: por un lado, en apoyo a la protesta pacífica como un tipo de respuesta legítima al agotamiento del régimen hegemónico y, en consecuencia, a la incapacidad del gobierno de liderar democráticamente los cambios que necesita la nación; por el otro lado, contra la protesta entendida como acto criminal, vandálico y terrorista. De ahí la necesidad de un estricto uso ético de nuestro lenguaje como presupuesto de cualquier discurso sensato y, sobre todo, de cualquier respuesta racional al terrorismo, al vandalismo.
¿Por qué es importante distinguir, analíticamente, lo que convenimos en entender por protesta social y lo que, por el contrario, consideramos como terrorismo y vandalismo? Porque son profundamente diversas, incluso opuestas, las respuestas que nuestra misma civilización occidental les ha dado, así como lo que hay que hacer para enfrentar a ambos fenómenos, incluyendo la necesidad de observar el contexto inmaterial o circunstancias que envuelven y determinan los acontecimientos. Y teniendo en cuenta siempre que “…el significado de una palabra es su uso en el lenguaje” (Wittgenstein). Por ejemplo, hay consenso universal que la protesta social pacífica es un pilar de la democracia y un derecho fundamental de los ciudadanos, y que se le debe respetar como una manifestación suprema. Que se le debe responder con la legitimidad de las instituciones, esto es, acompañarla y protegerla de cualquier agresión, principalmente del vandalismo que la acecha incesantemente. Protección que ha reiterado la Corte Suprema de Justicia colombiana, la CIDH, la OIT y los organismos internacionales.
Es propio de una democracia dejar claro a la opinión pública que los términos, vandalismo y terrorismo, por gravísimos que sean, se les debe responder con el derecho penal, o sea con el castigo severo de los culpables, y solo a los culpables: no con los ejércitos y los excesos de fuerza (del ESMAD) contra víctimas inocentes, sino con la policía, con los protocolos y procedimientos judiciales y, en consecuencia, antes que nada, por medio de investigaciones conducidas con adecuada capacidad de análisis dirigida para determinar las responsabilidades, identificar e individualizar a los autores y neutralizar la compleja red de las complicidades que les han ayudado o lo continúan haciendo.[3] Contexto que explica integralmente el significado de los términos, y que debe ser informado a la opinión pública desde estos usos lingüísticos. Omitirlo es inmoral. Como también decir a los medios que los crímenes en las protestas se están «investigando”, sin más. Solo para evitar las sanciones inmediatas de la opinión pública nacional e internacional y de los tribunales de justicia. Expresión reconocida como falaz, burlona y humillante contra la población.
En las alocuciones y entrevistas omitir las acciones equivocadas del gobierno para enfrentar la protesta social, es desinformar. Como también lo es guardar silencio sobre el exceso de fuerza que el gobierno de Colombia ha infligido a la protesta social, al parecer, para combatir el vandalismo y la injerencia «extranjera», en los más de cincuenta días que llevan las movilizaciones, desde el 28 de abril de 2021. Omitir este contexto inmaterial equivale a no considerar públicamente que las acciones invasivas del gobierno para contener las protestas, han afectado a miles de inocentes provocando una espiral inevitable de otros actos de violencia y terrorismo, desencadenando y multiplicando ulteriores odios, descontento crónico y fanatismo.
Es desinformar, omitir preguntar si ¿el uso de la fuerza, presentada como un acto legítimo de firmeza, de defensa, no es en realidad un signo de debilidad y de autolesionamiento del gobierno? ¿No sería, entonces, una abdicación de los más caros valores de racionalidad y de civilidad que se debería más bien contraponer a la brutalidad del vandalismo? Se debería preguntar ¿si no es, justamente, el vandalismo la espiral incontrolable de la violencia y la derrota de la razón y del derecho, lo que los terroristas y vándalos persiguen como su principal objetivo estratégico? O más bien, si ¿se requiere de la «astucia de la razón» y del derecho para apaciguar las protestas y fortalecer el Estado social de derecho? O acaso, ¿es el abuso de la fuerza pública lo que debilita y hace perder legitimidad al gobierno?
Si por un momento se considerara que la estigmatización de la protesta social nada tiene que ver con el gobierno ni con los medios, sería necesario verlos denunciando, sin pausa, la violencia, el vandalismo y el terrorismo, sin generar opresión en sus discursos hacia la protesta social (insinuando que el vandalismo es la protesta) que está triplemente victimizada: por los vándalos y terroristas que están secuestrando su esperanza y su identidad; por el resto de la población que la criminaliza sin tapujos, y por una serie de estructuras políticas, económicas y administrativas, abiertamente hostiles a la protesta social.
El gobierno debería asumir una posición de respeto absoluto a los seres humanos y a sus derechos para ganar legitimidad, no solo permitiendo sino defendiendo la protesta. Debe resolver los problemas de la protesta sin atribuirle los efectos que el vandalismo causa al gobierno y a los sectores productivos, dejando claro que vandalismo y terrorismo nada tienen que ver con la protesta, aunque sus acciones concurran en los mismos escenarios. Este es justamente el desafío de todo gobierno democrático: enfrentar ambas situaciones, pero con medidas gubernamentales separadas y distintas. Es decir, la protesta con protocolos de seguridad y acuerdos políticos, y el vandalismo con la policía y la Fiscalía General de la Nación. Lo inmoral y antidemocrático del gobierno y de los medios de comunicación es confundir a la ciudadanía cruzando causas, diagnósticos y medidas gubernamentales: aplicando a la protesta social lo que corresponde al vandalismo. El fracaso de las acciones de “inteligencia» de la policía y de la Fiscalía, no se deben cubrir ni atribuir a las manifestaciones de la protesta.
Los medios de comunicación deberían asumir su misionalidad democrática confiada por la Constitución, privilegiando en sus informaciones, como derecho de los ciudadanos a una opinión veras en contexto, que el derecho a la protesta es un derecho fundamental, privilegiado y prevalente. Y que, a partir de allí, la redacción y la línea editorial de los medios destaquen primero y, principalmente, la protesta como el acontecimiento histórico que promueve las transformaciones de la sociedad, y que es el vandalismo el que la acecha y la violenta. Su gran contribución democrática es evitar en todo momento la sensación y la percepción contraria. Tienen que honrar la protesta pacífica, informando en contexto que es una fiesta de la democracia donde se funde el miedo a morir con la esperanza de vida de miles y miles de jóvenes que marchan con una sola voz, coreando: ¡paz!, ¡vida! y ¡educación!
En lugar de informar sobre odios y vandalismo sin pausa, comunicar que las protestas se han convertido en una muestra cultural y artística de jóvenes que han marchado pacíficamente para transmitir mensajes al gobierno desde diferentes partes de la geografía colombiana, de más de veinte ciudades. Que se han movilizado para presentar su descontento con el gobierno por medio de plantones, velatones, colectas entre ciudadanos para sus ollas comunitarias, arengas, música, acrobacia en tela, conciertos de orquestas musicales en calles y parques; pintura artística, baile, demostraciones teatrales, murales, grupos musicales que acompañan los cantos con tambores, guitarras y megáfonos. Insistiendo que los vándalos no son la protesta, no son recibidos. Son los verdugos de sus causas y de los marchantes.
Es un deber ético informar que los propósitos y anhelos de los que marchan son por un país incluyente que garantice la vida digna de sus ciudadanos. Que protestan por las injusticias e impunidad que ha cobijado la nación por décadas, sentimiento crónico que los ahoga y llena de desesperanza y desesperación. Por la perfidia de muchos de sus gobernantes y socios privados que han esquilmado la sociedad y el Estado. Juventud emergente conocida como “La generación del cambio” porque han demostrado a todo el mundo su tenacidad de lucha, de compromiso con la vida, el cambio y la solidaridad con su país y su gente maravillosa. Con jornadas de alegría, llantos y duelos que los fortalecen. Marchan y protestan con cantos que expresan su descontento social y su agonía:
“¡Viva la U!, ¡vivaa!”; ¡Viva la universidad!, ¡no la dejes! ¡Nooo! ¡No la dejes privatizar! ¡No!.
¡¿Quién es usted?!; ¡soy estudiante! ¡No lo escuché!; ¡soy estudiante!. ¡Una vez más!; ¡soy estudiante! ¡Yo quiero estudiar para cambiar la sociedad!; ¡Vamo’ a la lucha!.
«¡¡No me llores, no, no me llores no!! Porque si lloras yo peno. En cambio, si tú me cantas, mi vida. ¡¡Yo siempre vivo, yo nunca muero!!»[4]. Coreaban las multitudes enterrando a decenas de sus muertos.
[1] Wittgenstein, en Eugenio Trías. La funesta manía de pensar.
[2] Es el estado emocional regular que construye un imaginario social. Su alteración o cambio causa perturbación. «Conjunto de elementos lingüísticos que incluyen, preceden o siguen a una palabra u oración y que pueden determinar su significado o su correcta interpretación». RAE.
[3] Luigi Ferrajoli en: guerra y terrorismo.
[4] Letra de la canción: La Martiniana – Lila Downs
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