OPINIÓN: LA PRESERVACIÓN DEL AMBIENTE Y LAS RESERVAS ECOLÓGICAS
La Constitución de 1991, que cumple veinticinco años, es contundente y directa en lo que toca con la protección y preservación del ambiente sano, como una obligación en cabeza del Estado, de la sociedad y de las personas. Pero ante todo del Estado.
Por José Gregorio Hernández Galindo
Ex magistrado de la Corte Constitucional y actual Rector y Decano de Derecho de la Universidad del Sinú en Bogotá.
En primer lugar, es claro que, según el preámbulo -que tiene carácter vinculante-, uno de los fundamentos de la Carta consiste en asegurar la vida a todos los integrantes de la comunidad. Y, como lo hemos dicho varias veces, el problema ecológico no es algo cosmético, ni un capricho de los ambientalistas, sino un problema de supervivencia. Están de por medio la vida, la integridad y la salud de las personas, y la conservación de las especies vegetales y animales, cuya subsistencia garantiza a su vez, el equilibrio en la naturaleza. Así lo ha sostenido la jurisprudencia de la Corte Constitucional.
No se entendería que un Estado Social de Derecho, como el que proclama el artículo 1 de la Constitución colombiana, fuera indiferente ante la situación actual del planeta desde el punto de vista del ambiente, cuando el denominado recalentamiento global es causa de fenómenos que ponen en verdadero peligro a la humanidad.
Por algo los gobiernos y delegados de 195 países suscribieron en París el 12 de diciembre del año pasado un histórico Acuerdo contra el cambio climático, reconociendo el hecho incontrovertible de que hoy representa una amenaza apremiante y con efectos potencialmente irreversibles para la vida futura de los habitantes de la tierra.
Tampoco es vana la preocupación mostrada por el Papa Francisco en su Carta Encíclica “Laudato Sí”, del 24 de mayo de 2015, con un mensaje tan contundente y claro como el contenido en uno de sus párrafos iniciales:
“Esta hermana (la tierra) clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes (…). Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. (…)”
A lo cual agrega:
“Hoy advertimos (…) el crecimiento desmedido y desordenado de muchas ciudades que se han hecho insalubres para vivir, debido no solamente a la contaminación originada por las emisiones tóxicas, sino también al caos urbano, a los problemas del transporte y a la contaminación visual y acústica. (…). No es propio de habitantes de este planeta vivir cada vez más inundados de cemento, asfalto, vidrio y metales, privados del contacto físico con la naturaleza”.
Nuestra Carta Política advirtió esos peligros desde 1991, y sin rodeos confió al Estado la función de velar por la preservación del ambiente sano y por la conservación de los recursos naturales. Para lo cual declaró que la propiedad y la empresa son función social y ecológica, y que la ley puede delimitar la libertad de empresa y la iniciativa privada en aras del bien común y la defensa del ambiente. Aunque, desde luego, también las personas y las empresas tienen una importante cuota de responsabilidad por los daños ambientales, eso no atenúa la responsabilidad estatal.
El Estado y las autoridades están para preservar y hacer que se preserven el ambiente y el interés público –no para conspirar contra ellos-. Ante el bien colectivo debe ceder todo interés privado, empresarial o político.
Dice el artículo 8 de la Constitución que «es obligación del Estado y de las personas proteger las riquezas culturales y naturales de la Nación».
Por su parte, el artículo 79 de la Carta señala perentoriamente: «Todas las personas tienen derecho a gozar de un ambiente sano. La ley garantizará la participación de la comunidad en las decisiones que puedan afectarlo.
Es deber del Estado proteger la diversidad e integridad del ambiente, conservar las áreas de especial importancia ecológica y fomentar la educación para el logro de estos fines».
Según el 80, el Estado «deberá prevenir y controlar los factores de deterioro ambiental, imponer las sanciones legales y exigir la reparación de los daños causados».
En cuanto a las empresas, el artículo 333 de la Constitución declara que «la actividad económica y la iniciativa privada son libres, dentro de los límites del bien común», que «la empresa, como base del desarrollo, tiene una función social que implica obligaciones», y que «la ley delimitará el alcance de la libertad económica cuando así lo exijan el interés social, el ambiente y el patrimonio cultural de la Nación».
La preservación y defensa de las reservas naturales y ecológicas es una función y una obligación estatal, son de interés general, y en cuanto tales, son preferentes en las políticas públicas.
Colombia, además, ha suscrito importantes tratados internacionales en materia ecológica.
El alcalde mayor de Bogotá quiere urbanizar una reserva. Se denomina Reserva Forestal Regional del Norte de Bogotá, D.C. “Thomas van der Hammen”. Se trata de un área de protección ambiental declarada como tal en el año 2000 por el Ministerio de Ambiente. El área protegida cuenta con 1.395 hectáreas ubicadas en el norte de la Capital.
Los alcaldes están obligados a respetar la Constitución. Si no lo hacen, la defensa del ambiente se puede lograr con el ejercicio de la acción popular (Art. 88 C.P.).
La gran pregunta al respecto es: ¿el Alcalde estará dispuesto a respetar el ordenamiento jurídico colombiano, las reglas constitucionales, los Tratados Internacionales celebrados por Colombia, la jurisprudencia de la Corte Constitucional y el acto administrativo que contempló la Reserva? ¿o insistirá en urbanizar?
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