La rusofobia: una discriminación delirante
Las guerras siempre han tenido un soporte social y hoy también mediático. Juegan el decisivo papel de ser la moral del combate y del combatiente; al mismo tiempo, cómplice del sacrificio de la primera víctima: la verdad.
POR MIGUEL RUJANA QUINTERO Docente Investigador Unisinú Bogotá
ILUSTRACIÓN (Gutiérrez Alcalá, 2022) / FOTOS PIXABAY
Desde la antigüedad y hasta hoy a la población se le ha vinculado física y moralmente con los conflictos bajo la creencia de que se trata de una guerra «justa». La verdad es que se usa para prolongar el conflicto el mayor tiempo, para recibir aprobación, vituallas, pertrechos y hasta aplausos. Esto se lo hicieron creer los jefes militares y asesores de medios masivos de comunicación al pueblo alemán en la Primera y Segunda Guerra Mundial; a los norteamericanos en la guerra de Vietnam, de Irak, de Libia; y hoy se lo hacen creer a los rusos y europeos por la guerra de Ucrania. Y para que no haya dudas los medios de comunicación se han encargado de asegurar la colosal tarea, pues el mundo cree lo que estos le dicen: que es una guerra “justa”. Así lo presentó a su pueblo el asesor de propaganda nazi Joseph Goebbels en 1940, y pudieron dar muerte a más de 6 millones de judíos, entre muchos otros.
Antes los informes de guerra los daban los generales al presidente, hoy lo hacen los medios de comunicación al pueblo. Le cuentan y le muestran en su propia casa y oficina, en tiempo real, cómo va la confrontación, cuántas víctimas mortales en cada bando, las estrategias militares del combate, las sanciones de uno y otro, la destrucción, los desplazados, refugiados, y hasta quién va ganando la guerra. De este modo el ciudadano ha quedado prendado al medio, listo para correr a hacer lo que le diga: hoy la rusofobia.
Ha sido una tragedia para la humanidad que Rusia haya invadido a Ucrania desde el pasado 24 de febrero, a pesar de que Putin considera que la historia le da la razón. Y penoso que los estados en conflicto victimicen a sus pueblos en estas guerras, a través de los medios masivos de comunicación, señalándoles que es el costo que tienen que pagar por la «libertad», la «democracia» y la «soberanía». Palabras que ya no significan tanto, y menos en el contexto de las guerras. Hasta las tiranías también dicen defender estos valores.
Preocupa mucho que Estados Unidos, Europa, la OTAN, y muchos otros países se hayan sumado para agravar esta conflagración con la más inmoral de las estrategias: la discriminación o rusofobia, con la complicidad de algunos medios de comunicación, y de las redes sociales. Se trata de la cancelación de rusos: que el nuevo imaginario social, cultural e identitario del mundo excluya a Rusia como país, a su pueblo, su cultura, la ciencia, las tradiciones, su arte, la literatura, la música, el deporte. ¡Todo! Que el mundo introyecte en su aparato psíquico, con la efectiva e intensa ayuda de los medios, la inexistencia del inmenso continente ruso. Borrarlos no sólo de sus mentes sino de todo contacto físico y moral. Que eliminen la huella de su pasado, y su presente. Si se cruzan, no saludarlos, no mirarlos, no tocarlos; y si los sueñan, exorcizarlos como lo hacían los monjes del Medioevo cuando soñaban un mundo erótico, aunque a pesar del procedimiento de expulsión del demonio, lo seguían soñando. Sólo les quedaba el suicidio.
El nivel de cancelación rusofóbica llega a extremos hasta ridículos. Se han expulsado árboles rusos del concurso al mejor árbol de Europa y gatos rusos en similares eventos. Estos delirios los han criticado filósofos y literatos europeos, como el escritor español Juan Soto Ivars, quien dice que está rusofobia es una locura, que nunca renunciará a seguir viviendo los estrechos lazos de amistad y a continuar compartiendo la cultura con el pueblo ruso. Agrega que allí escribió su primera novela ambientada en San Petersburgo, y la segunda, llamada Siberia. Piensa que es imposible renunciar a su grandeza literaria pues lo inspiró a escribir sobre Bulgakov, Dostoyevski, Tolstoi, Turgenev, Ajmatova, Dovlatov y Zamiatin, entre otros. Asegura que seguirá visitando la casa de Rusia en Barcelona que ahora está cerrada a cal y canto. Han quitado hasta los carteles, afirma el novelista.1
Mientras el periodista español Pablo González sigue encarcelado en Polonia, acusado de espionaje prorruso (delito: la imparcialidad), se han cancelado las actuaciones de los ballets rusos por toda Europa, incluyendo el Ballet Bolshoi de Moscú, porque sus bailarinas no se han declarado públicamente enemigas de Putin. Han excluido a Chaikovski de la programación de la Orquesta de Zagreb y despedido a Valery Gergiev de la Filarmónica de Munich. Cancelado la temporada en el Metropolitan de NY de la soprano Ana Netrebko. Ha dicho la cantante: «esto me parece importantísimo saberlo, e injusto, que los artistas rusos ahora estén obligados a dar sus opiniones políticas para poder actuar en Europa», el continente de la libertad de expresión, de la »libertad», »fraternidad» e »igualdad». Más todavía cuando, como ellas, se dedican a cantar lo que algunos italianos muertos dejaron en sus libretos. ¿Qué más da lo que piense un actor, un cantante, un pianista sobre el conflicto? El curso de la guerra no es ellos ni ningún ciudadano del mundo el que lo cambie, serán los jefes de los guerreros los que lo hagan.
Otro problema es que Europa no está castigando sólo a los propagandistas oficiales de medios (como RT y Sputnik), sino a la identidad rusa, que es la que se pone en la diana de la barbarie, y por eso se han atacado sus tiendas, restaurantes, y a alumnos rusos en los últimos días en varios países europeos y de Estados Unidos. Y se excluyó a los rusos de todos los torneos internacionales del deporte, también de la Copa Mundial de Fútbol. Todo está sucediendo en el contexto de un Occidente idiotizado, hipnotizado por el nuevo saber global, los medios y las redes sociales, que controlan el pulso de la guerra: Facebook, Instagram, Snapchat, Telegram, Whatsapp, etc.
Vergonzosa es la actitud de los artistas, productores y distribuidores occidentales hacia Rusia, al apoyar duramente la cancelación de esta nación. Por lo que alguien tendría que preguntarse hoy: ¿Netflix, Disney, HBO, Universal, Iggy Pop, Franz Ferdinand, ¿no son acaso idiotas útiles al servicio de la guerra? Deciden abandonar a los rusos a su suerte como si todos fueran Putin. ¿O será que atienden la orden de los medios y de los gobiernos para presionar con la discriminación la rendición de Rusia?
En un restaurante de Zaragoza se deja de servir ensalada rusa, y en una sala de conciertos en Barcelona ya no se ofrece vodka. El caso del curso de Dostoyevski cancelado en una universidad de Milán es particularmente bochornoso, pues levantó fuertes críticas que «obligaron» a los directivos a mentir sobre retomarlo, pues el rector lo excluyó definitivamente del plan de estudios y exigió que en su lugar se dictarán autores ucranianos. Por otra parte, el alcalde de Florencia ha declarado que no cede a las presiones para derribar la estatua de Dostoyevski de la ciudad. Todos estos movimientos están relacionados con la cultura de la cancelación, la exclusión, la discriminación y la barbarie, que el neoliberalismo usa para monopolizar su ideología y hacer de la vida un mundo unipolar. Sin contradicción ni alteridad del sujeto: narcisista y depresivo.
Los medios de comunicación han promovido la exclusión y la discriminación de los rusos a través de informaciones masivas, invasivas, permanentes y dramáticas de la guerra en Ucrania, como si no hubiera otra información que dar. Y no es un despropósito, pues también es una de sus obligaciones comunicar oportunamente. Lo reprochable es que no se conduzca protegiendo el equilibrio entre las partes del conflicto, evitando que se inclinen los contenidos a favor de Occidente. Ha dicho la Corte Interamericana de Derechos Humanos y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, que no se puede restringir el derecho de expresión por vías o medios indirectos, ni tampoco entregar información sesgada o a medias acerca de los hechos, y mucho menos de una guerra en la que los ojos y el interés del mundo están puestos.
Es evidente la censura. El periodismo y las principales cadenas de noticias comunican las 24 horas del día, los 7 días de la semana, el 99 % sobre noticias de la guerra que libran los aliados de Occidente. Pero solo informan el 1% del conflicto desde la perspectiva rusa. Así, la comunicación es sesgada, manipulada y desequilibrada, es decir, censurada. Más si se tiene en cuenta que el poder de estos reside en su capacidad de producir y «fabricar» percepciones, de difundir opiniones de todo tipo, según la voluntad y concepción de sus dueños. El porcentaje de información sobre Rusia, lo usan para señalar que allí hay censura, lo cual es cierto.
Esta forma de manipulación indirecta y sesgada afecta las normas de convivencia de las sociedades democráticas, al poner al mundo contra los rusos; y también lesiona a personas y gobernantes, aquellos que no gozan de la simpatía ideológica de quienes dirigen y poseen los grandes medios de comunicación. Lo irónico es que estos medios se declaran probos y se rasgan las vestiduras ante la sola sospecha de señalarlos incumplidores de la libertad de expresión sin censura. Prefieren mirar de soslayo la obligación que tienen de cumplir con la función social de garantizar un manejo integral y equilibrado de la información. Pues eso de crear en sus audiencias flujos de opinión pública suficientemente ilustrada, que no sean usufructuados por estos actores y grupos de interés que distorsionan sus juicios autónomos, no son más que los ideales de un periodismo que poco o nada tiene que ver con la «realidad», dicen las grandes cadenas de noticias.
La rusofobia es evidente y beligerante. Sus autores, políticos y periodistas, no están interesados en promover una cualificación democrática de la opinión pública que permita superar las tensiones de esta guerra, que la inclina a asumir posturas y salidas autoritarias de poder, como excluir y extinguir el mundo ruso. Por el contrario, usan a las sociedades, indefensas y vulnerables por el drama y la tragedia de la confrontación, para que desistan de revisar la historia y sus causas políticas, y de juzgar moral y políticamente la responsabilidad de los actores de la guerra.
La rusofobia es un drama humano vergonzoso y vergonzante, lesiona gravemente la dignidad y la autonomía de los sujetos, así como su inalienable derecho identitario. La violación a estos derechos, protegidos por los estatutos jurídicos de derechos humanos, causada por los mismos gobiernos del conflicto y promovida por medios y periodistas, muestra la pobreza y la impotencia de la imaginación política, y la ruina moral, individual y colectiva, de estos actores. Así que nada tienen que ver los 145 millones de rusos con esta guerra que ni siquiera muchos sospechan que existe, o que, teniendo certeza de su existencia, nada pueden hacer para evitarla, pues son vulnerables ante este poder. Por ello inocentes. Insistir en la rusofobia equivale a participar de una conducta que daña moral, social e históricamente a los ciudadanos rusos y a sus descendientes. Es una violación a los derechos humanos del pueblo ruso. Quisiera decir, un crimen.
¿Será posible que esta absurda hazaña de discriminación también la ganen los aliados? Lamentablemente sí. La historia de la mentira, el engaño y la manipulación periodística de los sujetos, por más que se rectifique, persistirá como una mácula de vergüenza y deshonor. El daño moral es y será más destructivo que el de la guerra misma. Se impondrá el discurso de odio, los ultrajes morales, la desconfianza, el resentimiento de los rusos hacia Occidente, y el de estos hacia aquellos. Las sinrazones emocionales y las falsas percepciones creadas por los medios, no detendrán estos sentimientos de discriminación: la rusofobia.
1 Ivars, J. (2022). Rusofobia: cortar lazos culturales con Rusia es fortalecer a Putin. Retrieved 30 March 2022, from https://www.elconfidencial.com/cultura/2022-03-06/rusofobia-cortar-lazos-culturales-fortalecer-putin_3386523/
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