SIEMPRE DEMASIADO Y NUNCA SUFICIENTE CÓMO MI FAMILIA CREÓ AL HOMBRE MÁS PELIGROSO DEL MUNDO
MOMENTOS comparte un fragmento del prólogo[1] de este retrato revelador escrito por Mary L. Trump, sobrina de Donald J. Trump, que evidencia el tóxico ambiente familiar que lo convirtió en la persona que es hoy. Publicado por el Sello Indicios, de Ediciones Urano.
Siempre me ha gustado mi apellido. Cuando era una niña, en las clases de vela, en los años 70, todo el mundo me llamaba Trump. Era un motivo de orgullo, no porque se asociara con poder y bienes raíces (en ese entonces mi familia era desconocida fuera de Brooklyn y Queens), sino porque me gustaba cómo sonaba y me hacía sentir; una niña fuerte de seis años, sin miedo a nada. En la década de los 80, cuando estaba en la universidad y mi tío Donald había empezado a poner el apellido en todos sus edificios en Manhattan, mis sentimientos respecto al nombre comenzaron a cambiar.
Treinta años después, el 4 de abril de 2017, estaba en el tranquilo vagón de un tren Amtrak que se dirigía a Washington D.C., para asistir a una cena familiar en la Casa Blanca. Diez días antes había recibido un correo electrónico invitándome a una celebración de cumpleaños en honor de mis tías Maryanne, que cumplía ochenta años, y Elizabeth, que cumplía setenta y cinco. Su hermano menor Donald, venía ocupando el Despacho Oval desde enero.
Cuando llegué a Union Station, con sus techos abovedados y suelos de mármol blanco y negro, pasé por delante de un vendedor que había montado un caballete con insignias de todo tipo: allí estaba mi apellido en un círculo rojo con una raya roja atravesándolo, «Deporten a TRUMP, «Hundan a TRUMP» y «TRUMP es una bruja». Me puse mis gafas de sol y aceleré el paso.
Tomé un taxi hasta el Hotel Trump International, en el que estaba invitada, junto a mi familia, a pasar una noche. Después de registrarme, caminé por el atrio y miré al techo de cristal y, más allá, al cielo azul. Las lámparas de cristal de tres niveles que colgaban del haz central de vigas interconectadas, que se arquean por encima de la cabeza, arrojaban una luz suave. En un lado, los sillones y sofás de color azul marino, turquesa y marfil estaban dispuestos en pequeños grupos; por otro lado, las mesas y sillas rodeaban un gran bar donde estaba previsto que me reuniera con mi hermano. Había esperado que el hotel fuera vulgar y lleno de dorados. No era así.
Mi habitación también era de buen gusto. Pero mi apellido destacaba en todas partes, en todas las cosas: champú TRUMP, acondicionador TRUMP, zapatillas TRUMP, gorro de ducha TRUMP, betún de zapatos TRUMP, kit de costura TRUMP y bata de baño TRUMP. Abrí la nevera, cogí un poco de vino blanco TRUMP y lo vertí en mi garganta de TRUMP para que pudiera atravesar mi torrente sanguíneo TRUMP y llegar al centro de placer de mi cerebro TRUMP.
Una hora más tarde me encontré con mi hermano, Frederick Crist Trump III, a quien llamo Fritz desde que éramos niños, y con su esposa, Lisa. Pronto se nos unió el resto de nuestro grupo: mi tía Maryanne, la mayor de los cinco hijos de Fred y Mary Trump, que fue una respetada jueza de la corte federal de apelaciones; mi tío Robert, el benjamín de la familia, que, fue por poco tiempo, uno de los empleados de Donald en Atlantic City antes de irse en malos términos a principios de los 90, junto a su novia; mi tía Elizabeth, la hija mediana de los Trump, con su marido Jim; mi primo David Desmond (el único hijo de Maryanne y el mayor de los nietos Trump) con su esposa; y algunos de los amigos más cercanos de mis tías. El único de los hermanos Trump que no asistiría a la celebración era mi padre, Frederick Crist Trump, Jr., el hijo mayor, al que todos llamaban Freddy. Había muerto hacía más de treinta y cinco años.
Cuando por fin estuvimos todos juntos, salimos del hotel donde nos esperaban los agentes de seguridad de la Casa Blanca, y luego nos subimos al azar en las dos furgonetas oficiales, como si fuésemos un equipo juvenil de lacrosse. Algunos de los huéspedes mayores tuvieron problemas para soportar el traslado. Nadie estaba cómodo apretado en los asientos de los vehículos. Me pregunto por qué la Casa Blanca no había pensado en enviar al menos una limusina para mis tías.
Cuando diez minutos después llegamos a la entrada del jardín sur, dos guardias salieron de la caseta de seguridad para inspeccionar la furgoneta antes de pasar por la puerta principal. Después de un corto viaje nos detuvimos en un pequeño edificio de seguridad adyacente al ala este y salimos del vehículo. Entramos, uno por uno, mientras decían nuestros nombres, entregamos nuestros teléfonos y bolsas, y pasamos por un detector de metales.
Una vez dentro de la Casa Blanca, caminamos de a dos o de a tres por los largos pasillos, pasando por las ventanas que dan a los jardines y al césped, y viendo las pinturas de tamaño natural de las antiguas primeras damas. Me detuve frente al retrato de Hillary Clinton y me quedé en silencio por un minuto. Me pregunté de nuevo cómo pudo haber sucedido esto.
Páginas 224
[1] Mary L. Trump tiene un postgrado en Literatura Comparada y un Ph. D. en Advanced Psychological Studies del Derner Institute
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